Por Miguel Ángel Olivera Prietto
Escritor, artista plástico y periodista.
Integrante de la Comisión Directiva de la cAsa de los Escritores del Uruguay.
En un mundo donde la información es un recurso fundamental para el crecimiento personal y colectivo, el acceso a la lectura se configura como una de las claves esenciales para el desarrollo humano y social. Sin embargo, este derecho no es igual para todos. Un derecho existe solo cuando el individuo tiene acceso a ejercerlo; cuando queda relegado al papel y sectores de la población no pueden disfrutarlo, en la práctica, ese derecho no existe.
En muchas comunidades marginadas y empobrecidas, el acceso a la educación y a los recursos culturales sigue estancado en una inercia injusta y silenciosa, afectando profundamente la posibilidad de transformación de estas poblaciones. Hace algunos años, mi pareja y yo realizamos un trabajo periodístico en Tranqueras, Rivera. Publicamos que quinientas familias del lugar trabajaban en la sandía durante el verano y en la forestación en invierno. La mayoría percibía salarios paupérrimos, con una parte en negro, mermando así sus derechos laborales. Aunque han pasado diez años desde aquellas entrevistas, dudo que la situación haya cambiado demasiado.
Como periodista, conocí la realidad de Rivera, Artigas, Paysandú, Salto y Tacuarembó, y encontré en todas ellas una constante: la pobreza, la ausencia de oportunidades y la falta de interés o acceso a los libros. Algo que atravesaba transversalmente a estas comunidades era la dificultad para imaginar un futuro donde el arte y la lectura fueran parte de la vida cotidiana. Para muchos, la lectura se limitaba a un recurso práctico para oficios o cursos, pero no la literaria, como un universo que pudiera nutrir la imaginación, el conocimiento o la capacidad de cuestionar el mundo.
Actualmente, vivo en Tambores, un pueblo de mil quinientos habitantes situado en el límite entre Tacuarembó y Paysandú. Aquí es difícil encontrar trabajadores privados que estén en caja y cobren el salario mínimo. Lo mismo ocurre en los comercios de ciudades que ya he nombrado, donde la informalidad laboral y los sueldos mínimos son una constante. Los bajos sueldos y la falta de oportunidades no solo limita el acceso a bienes materiales, sino que también restringe el acceso a la educación, la lectura y la cultura, en toda la familia.
Una persona que no ha tenido acceso a los libros, que no ha desarrollado una capacidad crítica a través de la lectura, se encuentra atrapada en una realidad donde las decisiones sociales, políticas y culturales que la afectan son completamente ajenas a su comprensión. Un niño o adolescente que no lee, que no tiene otra forma de enriquecer su mente más que a través de experiencias sensoriales inmediatas, pierde la oportunidad de desarrollar su pensamiento crítico y de comprender el contexto que lo rodea. Esta falta de conciencia sobre su propia situación de pobreza es lo que Gustavo Pereira (filósofo uruguayo) denomina "preferencias adaptativas": la capacidad de ajustarse a las circunstancias sin cuestionarlas, creyendo que lo vivido es lo único posible.
Ejemplos concretos de preferencias adaptativas son:
- Un niño que nunca ha visto una biblioteca no sentirá la necesidad de leer porque ni siquiera sabe lo que significa tener acceso a los libros.
- Una persona que nunca ha salido de su barrio puede convencerse de que no tiene sentido aspirar a más, porque el esfuerzo parece inútil.
- Un trabajador explotado puede pensar que cualquier intento de cambio es peligroso o innecesario, porque "siempre fue así".
La estructura económica de la sociedad condiciona profundamente las posibilidades de los individuos. En este sentido, el bajo sueldo de los trabajadores del norte o de las zonas rurales de un país no solo es una limitación económica, sino también un freno a su desarrollo cultural. La educación y la cultura son instrumentos de control social: las clases dominantes, a través de la manipulación de la educación y la información, aseguran que los sectores populares no tengan acceso a las herramientas necesarias para cuestionar el sistema que los explota.
El trabajador, atrapado en la rutina diaria de la subsistencia, no tiene tiempo ni recursos para leer libros que amplíen su horizonte intelectual. La falta de acceso a la educación y la cultura no es solo una cuestión material, sino una cuestión de libertad. Sin posibilidad de acceder a la lectura y al pensamiento crítico, el ser humano se ve privado de su capacidad para elegir su destino y termina aceptando su situación de pobreza como un destino predeterminado. Esta alienación es una forma de "mala fe": el individuo evade su responsabilidad de cambiar su realidad y acepta pasivamente lo que el sistema le ofrece.
Circe Maia decía que "la poesía es un acontecimiento que le ocurre a las palabras". Esa forma bella de entender el lenguaje no puede existir en estas poblaciones aisladas por un sistema que las explota y olvida.
La lectura es una herramienta esencial para la formación de una conciencia crítica. Nos permite entender nuestra historia personal y social, descubrir dinámicas de poder y evidenciar las injusticias estructurales que perpetúan la desigualdad. Sin embargo, derrotar los actuales paradigmas culturales e imponer otro más humano y profundo es impensable sin romper con las estructuras de exclusión cultural que sostienen la pobreza. Aunque ambas consignas deberían ir de la mano.
Rompiendo el ciclo de pobreza cultural
El acceso a la lectura no es solo una cuestión de libros o bibliotecas. Es una cuestión de voluntad política. Paulo Freire explicaba cómo los pobres, atrapados en la lucha diaria por la supervivencia, no tienen el espacio para aspirar a un conocimiento más profundo. El hambre y la falta de recursos no solo limitan el acceso a la cultura, sino que también condicionan el pensamiento, generando una falsa conciencia en la que los pobres no se perciben como parte de una clase explotada. Freire defendía una educación liberadora, capaz de empoderar a los oprimidos para cuestionar su realidad.
En los sectores económicamente marginados, la pérdida cultural resulta más visible, pero también ocurre en capas sociales con mayor acceso al consumo, donde se ha relegado el desarrollo del intelecto, como hemos señalado. La banalización de la cultura, en este caso, de la lectura, constituye un retroceso para nuestra sociedad. La exaltación de lo patriótico, el conservadurismo y la promoción de lo local como único sostén cultural, son estrategias que terminan alejando a las comunidades de una perspectiva cultural universal.
En Tambores no existe la pobreza extrema, pero sí una ausencia casi total de posibilidades culturales y formativas (salvo dos escuelas y un liceo). Hay una biblioteca municipal, pero son pocas las personas que retiran libros de literatura. Quizás sea porque el sistema no está armado para eso, quizás en las cabezas de los dirigentes que tenemos no sea importante que los niños y adolescentes lean libros.
Es que la mayoría de los políticos no parecen comprender la magnitud de su impacto. Para muchos, organizar concursos, otorgar subsidios o realizar eventos culturales es suficiente. Esta visión limitada reduce el acceso a la cultura a lo que ya existe, aunque sea insuficiente.
Para lograr este cambio, el proceso cultural debe iniciarse desde la infancia y la adolescencia, involucrando a instituciones sociales, clubes, centros educativos, intendencias y municipios. Es más probable que surja un despertar intelectual en las primeras edades, especialmente en los niños, cuando aún no han sido absorbidos por la maquinaria consumista.
La lectura es fundamental, porque el lenguaje es la clave de la libertad. Una persona con un vocabulario limitado tiene menos posibilidades de acceder a empleos calificados, de argumentar sus capacidades en una entrevista, de defenderse de manipulaciones mediáticas, de expresar emociones complejas o de comprender discursos políticos e históricos.
En mis talleres de arte en Tambores, incluyo literatura. Una vez, alentado por la respuesta de los niños, les pregunté por qué asistían. Respondieron que allí se hablaba de cosas que en su casa no, que veían cosas que no conocían, que les hacía pensar. Tal vez mi revolución personal se limite a esos siete niños, pero sé que, por lo menos ellos, en el futuro verán la vida de otra manera.
El acceso a la lectura no es un lujo ni una cuestión marginal, sino una herramienta fundamental de libertad y transformación social. En una sociedad donde la desigualdad económica y cultural se perpetúa de generación en generación, la lectura se convierte en un acto de resistencia, un acto de creación de conciencia. Si un niño de un sector excluido no tiene acceso a los libros, a las ideas, a la cultura, está condenado a una vida de pasividad intelectual, en la que su destino estará marcado por la exclusión y la explotación. Sin embargo, a través del acceso a la lectura, la educación y el pensamiento crítico, es posible romper este ciclo y transformar la sociedad, creando una cultura de libertad auténtica.
Vencer la pobreza, crear trabajo, tener una vida digna, es una tarea fundamental para cualquier gobierno nacional. Ese sería el marco ideal para que todos accedan a la lectura, para que todos tengan un mejor sentido crítico, para que la libertad sea el objetivo. En tanto, algo podemos hacer.